martes, 29 de julio de 2008

EN KINETOSCOPIO

Por considerarlo de interés, transcribo unos apartes del editorial del ejemplar más reciente de Kinetoscopio, que expone planteamientos que comparto plenamente.

El brote de nacionalismo que desde distintos frentes y con diversos intereses se alienta en el país, debería despertar un fuerte rechazo del sector cultural en general y el cine en particular. Porque el nacionalismo, con su habitual agresividad, con su permanente y sistemática negación de los argumentos del otro, con su unidad ficticia y construida con medias verdades, termina afectando, inevitablemente, a la cultura.

A finales de 2007 se dio una alerta en ese sentido, cuando el entonces embajador en el Reino Unido, Carlos Medellín, ordenó retirar de una exposición de artistas colombianos realizada en ese país, el video Rebeldes del sur de Wilson Díaz, en el que aparecen unos guerrilleros cantando vallenatos, en las ya remotas épocas del Caguán despejado. Por supuesto que el trabajo de Díaz tenía una evidente carga política, pero la reacción de la oficina diplomática de Colombia demostró una muy limitada comprensión del hecho artístico y de su autonomía, batallas que las artes plásticas habían, aparentemente, librado y ganado hace mucho tiempo.

Las selecciones de documental colombiano que se han presentado en los últimos años en Europa bajo el auspicio de la Cancillería, han despertado también la incomodidad de funcionarios diplomáticos que no sienten que la cultura retribuya en buena imagen para el país, por lo menos no en los términos de una campaña publicitaria como Colombia es pasión.

Por su parte, en el frente de batalla interno, el cine de ficción con sus ascendentes éxitos de taquilla, bien se puede prestar para un chovinismo infantil que la gran prensa, con sus simplificaciones, está encantada de promover. La agenda social del actual largometraje colombiano es, por cierto, bastante discutible, y los intentos de algunas películas por abordar temáticas comprometidas con una visión del hombre y la mujer colombianos que supere los tópicos y los prejuicios, chocan contra el rechazo de un público inseguro y vulnerable, que prefiere la comodidad de lo conocido.

En este estado de crispación generalizada que no sabemos cuánto vaya a durar, y donde los actores en conflicto –es decir todos los colombianos– sólo quieren perseverar en sus convicciones, el documental estaría llamado a cumplir un papel de constructor de una opinión pública mejor informada, capaz de asumir posiciones menos viscerales, dispuesta a medir el alcance político de sus decisiones. En sus mejores momentos el documental ha cumplido esa sencilla y contundente misión; desde las orillas a las que se lo confina, ha logrado en ciertas coyunturas históricas ampliar su radio de influencia.

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